La Gaceta

El helicóptero de Carver

Por Jaime Priede

Raymond Carver nace en 1938 en Clatskanie, una pequeña población del condado de Columbia, Oregon. Fue el primer hijo de Clevie Raymond Carver, operario de un aserradero, y de Ella Beatrice Casey, camarera. Cinco años después, en 1943, nace James Franklyn Carver, su único hermano. El hecho de ser el primogénito no le supone ninguna ventaja, más bien al contrario. Carver crece en la América profunda de los años cuarenta en una mobile-home como poco desapacible y desde una edad temprana asume responsabilidades que no le corresponden: un hermano menor, un padre que se gasta en bebida todo lo que gana y una madre que apenas pisa la mugre del hogar a cambio de un sueldo exiguo. Es fácil imaginar que nunca se lee un libro allí dentro, pero se gestan los materiales de unos cuantos. La relación con sus padres es difícil, aunque a base de cometer los mismos errores, el tiempo genera una creciente empatía con su padre y una mortificación por la deriva mental de su madre. Cruza la adolescencia pasado de kilos y con un tamaño considerable que le resta las ya de por sí exiguas posibilidades de salir indemne de ese entorno. El gesto huraño, algo embobado. Un chico lento, pero imprevisible.

La coincidencia de su nombre con el de su padre le lleva a detestar que todo el mundo le llame Raymond Carver «Junior», excepto su padre, que le llama Frog (rana). No cae bien y se encierra en un silencio que encontró en la escritura y en el alcohol dos vías de escape antagónicas: una se lo dio todo y la otra casi se lo quita. Se casa a los diecinueve años con una chica de dieciséis y poco después ya es padre de dos hijos. Bebe sin control y provoca broncas descomunales, tanto en casa como en los bares. Va dando tumbos de un trabajo ocasional a otro. Su padre deja de llamarle Frog y empieza a llamarle socarronamente Doc.

Una mañana se acerca en coche a la parte alta de Yakima, pequeña ciudad al este de Washington, para entregar un pedido de la farmacia en la que trabaja como repartidor. Mientras espera en la sala a que el anciano propietario de la casa busque su chequera, le llama la atención que haya tantos libros esparcidos por todas partes. Se fija en un ejemplar de Poetry. El anciano introduce el cheque en él y se lo regala por si algún día escribe algo y no sabe dónde mandarlo. Esa noche lee una y otra vez los poemas y las cartas de Ezra Pound, «lo que se debe y no se debe hacer al escribir». Lee una y otra vez los ensayos que debatían sobre el imaginism. Los nombres de Ezra Pound, H. D., T. S. Eliot, Richard Aldington o James Joyce llegan a resultarle muy familiares tras la jornada laboral.

Continúa en la página 2...

LITERARIA

es-ar

2022-05-22T07:00:00.0000000Z

2022-05-22T07:00:00.0000000Z

http://e-edition.lagaceta.com.ar/article/282445647669897

Diario La Gaceta